Era el 21 de diciembre de 2001. Yo viajaba en un autobús desde Burgos a Santo Domingo de Silos, entonces escuché a uno de los dos ancianos que iban sentados justo detrás de mí, cómo le decía a su compañero: "El otro día me encontré con Inocencio, y me fijé que tiene ojos de macho* viejo".
Aquella frase me trasladó en el tiempo a 1967 —cuando yo tenía ocho años— y recordé cómo entonces me había fijado en las pupilas de algunos machos viejos, en las que se reflejaba la decrepitud del animal, tal y como aquel viejo agricultor, mediante ese símil, los vinculaba acertadamente a los ojos de su viejo amigo Inocencio.
A su vez, me di cuenta de cómo las nuevas generaciones no habrían entendido el significado de esta frase. No solo por la brecha generacional y la desaparición paulatina de esta acepción de la palabra "macho", sino, sobre todo, por la brecha coexistencial del ser humano con animales y plantas.
Habitualmente olvidamos que la creación de signos por parte de todos los seres sintientes es un continuo que quebrantamos sin cesar.
En este doble viaje temporal: 20 años atrás para contar la anécdota de 2001, y 34 años más atrás para rememorar un momento de mi infancia, no hay un anhelo de nostalgia, sino una reflexión etológica.
* Macho = mulo
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