1967, mina San Luis, Bilbao, desde que vi la luz por primera vez, mi corazón infantil llevaba latiendo ocho años, seis meses y dos días. Me dirigía hacia aquel manantial que estaba al pie de lo que pequeños y mayores llamábamos la Montaña Blanca. Al llegar a la carretera de la mina me detenía ante la rodada que dejaban aquellos camiones gigantescos de volquete, era un placer hundir las zapatillas en aquellos "cojines" (de arcilla polvorienta cuando estaban secos, y de pegajoso lodo cuando la lluvia les daba vida) que dejaban los dibujos de las ruedas de los camiones, aunque la regañina de mi madre estaba asegurada cuando volvía a casa con las zapatillas de color marrón y una sonrisa en mi cara, la felicidad persistía y el temor a su reprimenda quedaba en segundo plano.
Por el camino, esto formaba parte del ritual, me paraba en una zona que había sido dinamitada, allí entre la roca caliza fragmentada por el explosivo había vetas de cuarzo, siempre acababa algún trozo de cuarzo en el fondo del bolsillo de mi pantalón, tesoros de infancia. Al llegar al manantial colocaba las palmas de mis manos a ambos lados del pequeño pozo de agua, flexionaba los brazos y dejaba caer mi cuerpo sobre el suelo sin llegar a tocarlo, entonces besaba el pocillo del manantial y sorbía con mi boca el agua cristalina que veía brotar a través de la arenilla del fondo, aquello era un primer plano de la felicidad.
Hay lugares a los que se puede volver, pues aunque el tiempo haya hecho mella en ellos, siguen estando donde los conocimos por primera vez, pero este lugar, que mi memoria involuntaria me ha llevado a relatar, es inaccesible, ya que está bajo toneladas de hormigón.
Muy acertadamente el conspicuo Samuel Beckett escribió en 1931:
There is no escape from yesterday because yesterday has deformed us, or been deformed by us. We are not merely more weary because of yesterday, we are other, no longer what we were before the calamity of yesterday. [...] The aspirations of yesterday were valid for yesterday's ego, not for today's.