sábado, 13 de octubre de 2012

De la costa de Barlovento a la de Sotavento

© Ilkhi, 2012


El día 11 de octubre en la librería deviaje, Serrano,41, Madrid, se llevo a cabo la entrega de premios del IV Concurso Relatos de Mujeres Viajeras. Entre las finalistas, y publicada en el libro, está Mayte Sánchez Sempere, con un relato titulado Algarve, desde mi punto intermedio. Un viaje que empezó dirigiéndonos hacia la costa de Barlovento (Lagos) y finalizó en la de Sotavento (Tavira), en el Algarve portugués. Bajo estas líneas, su relato.

Algarve, desde mi punto intermedio
Ni turista ni aventurera, mi lugar está en algún punto intermedio. ¿Viajera? Quizá la palabra sea demasiado grande, pero no encuentro otra a pesar de tener miles de ellas siempre en la punta de la lengua.

Algarve, fuera de temporada. Algarve en octubre, con los ojos tan abiertos que caben en ellos todo lo inmenso y todo lo diminuto. El mar. Desde el avión vemos acercarse la superficie espejada, el complicado encaje de las marismas de Faro. Volar a bajo coste es como viajar en el tiempo; en los años 70 también subíamos la escalerilla del avión deprisa para coger sitio y tampoco había demasiado espacio para las piernas; también andábamos por la pista hacia la terminal. Lo novedoso es el concepto de centro comercial con alas.

Faro da la bienvenida al viajero llena de sol. El recorrido en autobús hasta la estación de tren nos lleva por calles vivas, de andar por casa, sin maquillaje para recibir a las visitas. Pocos cogemos el autobús, la mayoría corren a los taxis, esas especies de cápsulas al vacío que aíslan al turista del olor de la calle. De puerta a puerta sin respirar, de puerta a puerta sólo preocupados de comprobar que el taxímetro funciona y el taxista no intenta timarles. Y en el autobús mientras tanto, suben y bajan mujeres con bolsas de compra, jóvenes con carpetas del instituto, vecinos de Faro que van y vienen en su rutina habitual. No es una gran aventura, es, si acaso, una aventura pequeña y sencilla; son unos minutos ganados a la vida, unos minutos de aire y palabras y luces compartidas.

Antes de subir al tren hacia Lagos nos da tiempo a dar un paseo por el centro de Faro. Un paseo corto aplastado por el sol de mediodía.  Las fachadas blancas reflejan la luz y la multiplican, las calles peatonales están desiertas. Sol de octubre, intenso. Y por ser octubre, bocadillo y cerveza en cualquier terraza, a elegir. Todas para nosotros, todas con más de la mitad de las mesas libres y los camareros ofreciéndonos desde la puerta el menú del día. Pero preferimos bocadillo y cerveza, el presupuesto es corto.

En el bar de la estación, el primer pastel, tan delicioso como el edificio. Sabor, autenticidad, vida. Comparo con otras estaciones, metálicas, plásticas, desinfectadas, estaciones que parecen quirófanos venidos a menos, lugares repelentes en los que ni los insectos están a gusto, y esta de Faro me parece un lugar al que podría ir a pasar la tarde por el simple placer de contemplar el edificio, refrescarme en su vestíbulo y ver a los viajeros y a los trenes pasar.

Sentados en el andén, un joven soldado portugués me pide fuego y no sé por qué aprovechamos para iniciar una conversación que no sé a donde nos llevará; supongo que es la sensación de encontrarme como en casa. Él habla muy bien español y nos comenta la situación de la agricultura en el país, nos pregunta por el trabajo en España, nos habla algo de su familia y del viaje que está a punto de emprender hacia el norte, de vuelta a casa. El andén se anima y se oscurece. Fumamos y hablamos, el tiempo pasa y el sol cae. La estación cambia de perfil con la luz y el aire se mueve entre los viejos edificios y los vagones parados en vía muerta.
Por fin, el tren. De nuevo un viaje en el tiempo, finales de los 70, principios de los 80. Asientos de skay, molduras metálicas, mesas abatibles. Lentamente avanzamos junto a la costa. El paisaje se convierte en una silueta negra contra el cielo naranja del ocaso. El mar se esconde, los frutales se intuyen, avanzamos despacio hasta la última estación: Lagos. Nueva, aséptica, extraña pero hermosa. Un éxito que ha dejado tras de sí a la pequeña estación antigua de tejados rojos y azulejos verdes.
El olor a mar, a pescado y salitre nos acompaña hasta el hotel: un paseo junto a la ría atravesando calles casi desiertas. Temporada baja: el hotel en la rua Cándido dos Reis, más barato que el albergue, las plazas vacías, los restaurantes, los cafés, las terrazas. Subimos y bajamos. Calles empinadas, fachadas blancas, azulejos. Un pequeño paraíso sin apenas coches y una sorpresa a la vuelta de cada esquina.
No conozco ningún hotel en el que el café sea bueno así que para completar el sencillo desayuno nada mejor que un pastel. Lo difícil es elegirlo. En la pastelería que hay en la misma calle los dulces me tientan en las vitrinas. Quizá haya que probar dos, con un buen café, ahora sí.
El mercado. Visita obligada en todos mis viajes. Mercado tradicional, dónde compran las señoras a primera hora de la mañana. Cámara en mano trato de beberme cada detalle y me olvido de hacer la mitad de las fotos. El olor intenso y delicioso del pescado fresco, eso no puede fotografiarse. En la entrada, varios puestos de libros usados y un afilador con su bicicleta. Lamento no contar con un fogón para poder cocinar alguno de esos maravillosos peces que me llaman desde sus camas de hielo y mármol. Ganas de mar.
Es posible navegar desde Lagos costeando y visitando las cuevas de los acantilados. Temporada baja: siete pasajeros. Pero la excursión se hace. Camino del colorido velero conversamos con Kate, una oronda y sonriente rubia de Kansas que viaja sola y nos pide consejo sobre la costa española. Por unanimidad decidimos que la excursión hable inglés, a pesar de que la única que lo habla a diario es la americana. Hay un matrimonio holandés y otro portugués, pero todos nos defendemos lo suficiente con el idioma “universal”.
El mar. Lo estaba necesitando. Avanzamos junto a la costa y me enamoro del paisaje, del color de las rocas, de las formas, los sonidos, los olores. La cámara vuelve a no ser suficiente. La tópica brisa marina, el tópico chillido de las gaviotas, el movimiento del barco, el agua que salpica… siempre nuevo para mí, siempre vivo y vivificante. Dejo de escuchar las explicaciones del guía. ¿Me importa realmente si no sé qué actriz o cantante o futbolista ha comprado una casa ahí arriba? ¿Me interesa el precio de la vivienda de lujo en el Algarve? El mar, el sol, la sal. Respiro hondo y me olvido de todo lo demás.
Navegar abre el apetito pero conviene mirar bien dónde se entra a comer. Por suerte, un delicioso pastel y un estupendo café consiguen quitarnos el mal sabor de boca de un pescado que ya estaba cogiendo confianza con el personal de cocina. Para las malas experiencias, humor y pasteles.
Caminar por las calles empinadas casi vacías a primera hora de la tarde hasta llegar a la playa, prácticamente desierta. Conchas de vieira incrustadas desde hace milenios en los acantilados, un paisaje mágico y primario. Los pies en el agua helada y un marino mercante noruego que nos habla de su amor por el Algarve y Lanzarote. Huellas en la arena que durarán sólo hasta que la marea suba. Lo mismo que nuestra huella en cada lugar que visitamos, tan tenue y escasa.
El día termina con pan tierno, queso de cabra y Oporto que hemos comprado en un supermercado. Una cena digna de reyes en el balcón del hotel disfrutando del viento, los tejados y las hermosas chimeneas de Lagos. Mañana, Tavira: allá vamos.
 

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