© Ilkhi, 2012
El día 11 de octubre en la librería deviaje, Serrano,41, Madrid, se llevo a cabo la entrega de premios del IV Concurso Relatos de Mujeres Viajeras. Entre las finalistas, y publicada en el libro, está Mayte Sánchez Sempere, con un relato titulado Algarve, desde mi punto intermedio. Un viaje que empezó dirigiéndonos hacia la costa de Barlovento (Lagos) y finalizó en la de Sotavento (Tavira), en el Algarve portugués. Bajo estas líneas, su relato.
Algarve, desde
mi punto intermedio
Ni turista ni
aventurera, mi lugar está en algún punto intermedio. ¿Viajera? Quizá la palabra
sea demasiado grande, pero no encuentro otra a pesar de tener miles de ellas
siempre en la punta de la lengua.
Algarve, fuera
de temporada. Algarve en octubre, con los ojos tan abiertos que caben en ellos
todo lo inmenso y todo lo diminuto. El mar. Desde el avión vemos acercarse la
superficie espejada, el complicado encaje de las marismas de Faro. Volar a bajo
coste es como viajar en el tiempo; en los años 70 también subíamos la
escalerilla del avión deprisa para coger sitio y tampoco había demasiado
espacio para las piernas; también andábamos por la pista hacia la terminal. Lo
novedoso es el concepto de centro comercial con alas.
Faro da la
bienvenida al viajero llena de sol. El recorrido en autobús hasta la estación
de tren nos lleva por calles vivas, de andar por casa, sin maquillaje para
recibir a las visitas. Pocos cogemos el autobús, la mayoría corren a los taxis,
esas especies de cápsulas al vacío que aíslan al turista del olor de la calle.
De puerta a puerta sin respirar, de puerta a puerta sólo preocupados de
comprobar que el taxímetro funciona y el taxista no intenta timarles. Y en el
autobús mientras tanto, suben y bajan mujeres con bolsas de compra, jóvenes con
carpetas del instituto, vecinos de Faro que van y vienen en su rutina habitual.
No es una gran aventura, es, si acaso, una aventura pequeña y sencilla; son
unos minutos ganados a la vida, unos minutos de aire y palabras y luces
compartidas.
Antes de subir
al tren hacia Lagos nos da tiempo a dar un paseo por el centro de Faro. Un
paseo corto aplastado por el sol de mediodía.
Las fachadas blancas reflejan la luz y la multiplican, las calles
peatonales están desiertas. Sol de octubre, intenso. Y por ser octubre,
bocadillo y cerveza en cualquier terraza, a elegir. Todas para nosotros, todas
con más de la mitad de las mesas libres y los camareros ofreciéndonos desde la
puerta el menú del día. Pero preferimos bocadillo y cerveza, el presupuesto es
corto.
En el bar de
la estación, el primer pastel, tan delicioso como el edificio. Sabor,
autenticidad, vida. Comparo con otras estaciones, metálicas, plásticas,
desinfectadas, estaciones que parecen quirófanos venidos a menos, lugares
repelentes en los que ni los insectos están a gusto, y esta de Faro me parece
un lugar al que podría ir a pasar la tarde por el simple placer de contemplar
el edificio, refrescarme en su vestíbulo y ver a los viajeros y a los trenes
pasar.
Sentados en el
andén, un joven soldado portugués me pide fuego y no sé por qué aprovechamos
para iniciar una conversación que no sé a donde nos llevará; supongo que es la
sensación de encontrarme como en casa. Él habla muy bien español y nos comenta
la situación de la agricultura en el país, nos pregunta por el trabajo en
España, nos habla algo de su familia y del viaje que está a punto de emprender
hacia el norte, de vuelta a casa. El andén se anima y se oscurece. Fumamos y
hablamos, el tiempo pasa y el sol cae. La estación cambia de perfil con la luz
y el aire se mueve entre los viejos edificios y los vagones parados en vía
muerta.
Por fin, el
tren. De nuevo un viaje en el tiempo, finales de los 70, principios de los 80.
Asientos de skay, molduras metálicas, mesas abatibles. Lentamente avanzamos
junto a la costa. El paisaje se convierte en una silueta negra contra el cielo
naranja del ocaso. El mar se esconde, los frutales se intuyen, avanzamos
despacio hasta la última estación: Lagos. Nueva, aséptica, extraña pero hermosa.
Un éxito que ha dejado tras de sí a la pequeña estación antigua de tejados
rojos y azulejos verdes.
El olor a mar,
a pescado y salitre nos acompaña hasta el hotel: un paseo junto a la ría
atravesando calles casi desiertas. Temporada baja: el hotel en la rua Cándido
dos Reis, más barato que el albergue, las plazas vacías, los restaurantes, los
cafés, las terrazas. Subimos y bajamos. Calles empinadas, fachadas blancas,
azulejos. Un pequeño paraíso sin apenas coches y una sorpresa a la vuelta de
cada esquina.
No conozco
ningún hotel en el que el café sea bueno así que para completar el sencillo
desayuno nada mejor que un pastel. Lo difícil es elegirlo. En la pastelería que
hay en la misma calle los dulces me tientan en las vitrinas. Quizá haya que
probar dos, con un buen café, ahora sí.
El mercado.
Visita obligada en todos mis viajes. Mercado tradicional, dónde compran las
señoras a primera hora de la mañana. Cámara en mano trato de beberme cada
detalle y me olvido de hacer la mitad de las fotos. El olor intenso y delicioso
del pescado fresco, eso no puede fotografiarse.
En la entrada, varios puestos de libros usados y un afilador con su bicicleta.
Lamento no contar con un fogón para poder cocinar alguno de esos maravillosos
peces que me llaman desde sus camas de hielo y mármol. Ganas de mar.
Es posible
navegar desde Lagos costeando y visitando las cuevas de los acantilados.
Temporada baja: siete pasajeros. Pero la excursión se hace. Camino del colorido
velero conversamos con Kate, una oronda y sonriente rubia de Kansas que viaja
sola y nos pide consejo sobre la costa española. Por unanimidad decidimos que
la excursión hable inglés, a pesar de que la única que lo habla a diario es la
americana. Hay un matrimonio holandés y otro portugués, pero todos nos defendemos
lo suficiente con el idioma “universal”.
El mar. Lo
estaba necesitando. Avanzamos junto a la costa y me enamoro del paisaje, del
color de las rocas, de las formas, los sonidos, los olores. La cámara vuelve a
no ser suficiente. La tópica brisa marina, el tópico chillido de las gaviotas,
el movimiento del barco, el agua que salpica… siempre nuevo para mí, siempre
vivo y vivificante. Dejo de escuchar las explicaciones del guía. ¿Me importa
realmente si no sé qué actriz o cantante o futbolista ha comprado una casa ahí
arriba? ¿Me interesa el precio de la vivienda de lujo en el Algarve? El mar, el
sol, la sal. Respiro hondo y me olvido de todo lo demás.
Navegar abre
el apetito pero conviene mirar bien dónde se entra a comer. Por suerte, un
delicioso pastel y un estupendo café consiguen quitarnos el mal sabor de boca
de un pescado que ya estaba cogiendo confianza con el personal de cocina. Para
las malas experiencias, humor y pasteles.
Caminar por
las calles empinadas casi vacías a primera hora de la tarde hasta llegar a la
playa, prácticamente desierta. Conchas de vieira incrustadas desde hace
milenios en los acantilados, un paisaje mágico y primario. Los pies en el agua
helada y un marino mercante noruego que nos habla de su amor por el Algarve y
Lanzarote. Huellas en la arena que durarán sólo hasta que la marea suba. Lo
mismo que nuestra huella en cada lugar que visitamos, tan tenue y escasa.
El día termina
con pan tierno, queso de cabra y Oporto que hemos comprado en un supermercado.
Una cena digna de reyes en el balcón del hotel disfrutando del viento, los
tejados y las hermosas chimeneas de Lagos. Mañana, Tavira: allá vamos.