Mirando a poniente desde el alto de Navalpilón en Candeleda, me gusta ver el humo de las hogueras (hechas con los residuos de las podas de invierno) que se eleva hacia un cielo crepuscular de color anaranjado. Es la muestra fehaciente de que aún hay huellas de vida humana en comunión con la naturaleza.
Veo el abanico aluvial de Candeleda: tras el fraccionamiento y posterior erosión de los batolitos plutónicos de la sierra de Gredos, estos han devenido en infinitos cantos rodados de granito que se extienden por la dehesa.
Mientras desciendo por la senda de Chilla, veo un mirlo macho sobre la rama baja de un terebinto, está cortejando a una hembra, él se mantiene inmóvil a una distancia prudencial, y ella está inquieta y gorjea melódicamente en las ramas superiores del terebinto: indicio de que la primavera se acerca.
También veo muretes de piedra seca construidos en el pasado para evitar la erosión del terreno y mantenerlo en terrazas. Esa era su función, pero ahora lo que predomina es el abandono, ya que los matorrales invaden los muretes y taponan las trochas que en el pasado no eran paisaje, sino significatividad esencial del mundo.
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