El tapiz del salón con forma de mandala regía el tiempo que se oscurecía por momentos. Me pareció una gigantesca diana sin restos de pólvora ni plomo, a la cual me hubiera gustado detener su giro ineludible.
No tuve fuerzas para lanzar el grito faustiano: "Verweile doch! Du bist so schön! Mefistófeles tampoco me lo hubiera permitido, pues el trato que hice con él no fue el de Fausto. Además, me sentía en un estado de letargo nirvánico.
Ella abrió la puerta y entró en el salón, nada más verla me dio la impresión de que era "la sol" (die Sonne) quien entraba desafiando todas las leyes físicas conocidas hasta entonces, pues lo que yo veía por la ventana era un crepúsculo grisáceo y opaco que se posaba sobre las pajareras de Madrid. No se parecía a las idílicas puestas de sol que inundan nuestra memoria debido a la inflación de imágenes que padecemos.
Recordé que cuando cruzamos las miradas por primera vez, el intervalo que hubo entre nuestras retinas estaba lleno de significados que yo deseaba descifrar, pero que nunca llegaría a comprender del todo.
Salimos a la calle como dos contendientes que se baten en retirada después de una batalla inexistente. Nos decíamos cosas banales en consonancia con el paisaje distópico por el que caminábamos. Las construcciones inacabadas y los solares abandonados me parecían el attrezzo de una ópera universal para la que no teníamos entradas. Mientras tanto, el mandala impoluto seguía girando inexorablemente en mi cabeza.
Ya nada iba a ser igual, pensaste. Pero ¿igual a qué? ¿A esos segmentos de eternidad que atesoras como si fueran reservas de tu grupo sanguíneo para ser utilizadas en el caso de un hipotético accidente sentimental?
Yo anhelaba detener aquella diana inmaculada, pero mis intentos eran infructuosos, pues la eternidad cinética estaba con ella. Nada había sido igual hasta entonces y nada sería igual en el futuro.
Ilkhi Carranza, 4 de noviembre de 2008
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