domingo, 10 de abril de 2016

Públicos estabulados a golpe de estadística

A lo largo de las últimas décadas las instituciones y sus políticas culturales han llevado a que gran parte del público perciba la experiencia cultural como un producto de consumo que las industrias culturales se encargan de gestionar siguiendo los criterios del marketing. Estas "industrias" han sustituido la dimensión crítica de la experiencia cultural por una participación masiva de públicos manipulados y controlados por medio de la estadística que les asegura unos beneficios crematísticos ya que consideran que los beneficios culturales no tienen ningún valor.

Sólo hay que ver la decisión del Ministerio de Educación respecto a impartir materias como Cultura Clásica, griego y latín; al dejarlo a disposición "de la oferta de los centros docentes", es decir, relegarlas a la infracategoría de asignaturas "marías". Teniendo en cuenta que el griego y el latín son los cimientos semánticos de la mayoría de los idiomas europeos, está claro que vamos hacia la demolición cultural.

También pretenden que nos creamos la falacia de que ahora la cultura impregna todas las esferas sociales y que se ha conseguido (mediante lo que Fredric Jameson llamó, en 1987, "populismo estético") que la marginalidad y el elitismo del pasado desaparezcan. Aunque el número de visitantes que van a los museos siga aumentando sin cesar, la marginalidad también sigue creciendo de modo imparable y, paralelamente, el elitismo vive en la misma torre de marfil en la que se instaló hace siglos.

La filósofa Nancy Fraser plantea la necesidad de articular "públicos fuertes" (los que se dedican a la toma de decisiones en las instituciones del Estado) y "públicos débiles" (los que están al margen de la toma de decisiones). Pero el modelo neoliberal cada vez fomenta más la separación entre estos dos tipos de público. En un sistema capitalista donde el dinero es el Dios a adorar no interesa un público que piense, sino uno que consuma.

Siento auténtica lástima por los que después de haber recorrido un museo con la audioguía pegada a la oreja, se disponen a explicar a los que no llevan audioguía lo que significan las obras de arte. En lugar de descubrir por sí mismo un mundo de significados, deja que sean otros los que le digan cual es el significado canónico. Si Velázquez levantara la cabeza y leyera las múltiples teorías sobre el significado de su cuadro Las meninas, constataría que su obra no se acabó con la última pincelada que él dio en el lienzo, pues continuamente surgen nuevas teorías sobre su significado y ninguna de ellas es irrefutable. El significado está en continuo cambio. No existe el hermeneuta omnisciente, por consiguiente, la exégesis de una obra no es algo inamovible.

Se enseña, erróneamente, que las palabras devienen en significados aun cuando se sabe que los significados son los que se convierten en palabras. Por supuesto es mucho más fácil normalizar una lengua con una nomenclatura estandarizada y tener a los públicos estabulados que dejar que los significados conocidos y sobre todo los desconocidos se transformen en una lengua viva que se nutre de significados en constante desarrollo, y no de palabras fosilizadas.


Los establos de la cultura tienen más estiércol acumulado que los establos de Augías, pero aquí no tenemos a ningún Hércules que los limpie, tendremos que ser nosotros mismos.



3 comentarios:

  1. Excelente reflexión. Me la llevo a facebook.

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  2. Me gusta tu reflexión Ilkhi.
    Algo importante por lo que abogar y sobre lo que educar es la importancia de la experiencia interiorizada, porque nos construye, nos alimenta. Me temo que la cultura del espectáculo ha generado impaciencia y una enfermiza necesidad por la pose y el resultado inmediato. Pero el arte siempre pondrá voz a la omisión, desvela en el encuentro. O por lo menos, yo lo quiero creer así. Besos, mar.

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    1. Eso me recuerda a los japoneses que me encontré en Santa María Maggiore, creo. Lo menciono, fue el primer día. Se metían en todos lados, hasta en la sacristía -no sé si saludaron al cura, tal vez. El pobre debió asustarse, cuando los vio entrar-. Hacían fotos a diestro y siniestro, sin pararse un momento a disfrutar de lo que tenían a su alrededor. Era un poco exagerado, pero si eso lo extendemos al concepto de turista, al que se obliga o que decide ver en un tiempo récord -a veces en un fin de semana- cientos de obras, acompañados de guías que les marcan lo que deben ver, donde tienen que detenerse, cómo han de interpretar lo que se encuentra delante de ellos, entonces las experiencias acaban siendo muy superficiales. No son propias, no se interiorizan y, entonces, ni nos construyen ni nos alimentan, como bien dice Mar.

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